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Ceterum censeo politicae ese delendam

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lunes, 13 de octubre de 2025

La gran estafa del Ingreso Mínimo Vital para los trabajadores

Se impone un ejercicio de brutalidad discursiva para encarar la realidad económica que sufren millones de españoles. El sistema que nos obliga a contribuir bajo la bandera de la "solidaridad" no solo se revela insostenible en sus proyecciones futuras, sino que ya hoy, en el presente inmediato, constituye una ofensa directa a la lógica y al esfuerzo del trabajador por cuenta propia. Concentremos la mirada en el ciudadano que, de manera metódica y durante toda una vida laboral, ha cumplido escrupulosamente con sus deberes: el autónomo. Esta persona ha estado ingresando puntualmente a las arcas de la Seguridad Social una cifra que, aunque fluctuante, se mantiene históricamente en el entorno de los 300 euros mensuales. Este esfuerzo, sostenido a lo largo de un período de 40, tiene una recompensa que debería ser analizada con frialdad y sin paliativos emocionales: una pensión futura que, a la edad de retiro (los 67años), apenas asciende a 800 euros.

Este panorama se torna insoportable cuando lo yuxtaponemos al diseño actual y a la aplicación del Ingreso Mínimo Vital (IMV), la prestación que supuestamente debe operar como red de seguridad para la vulnerabilidad extrema. El problema no es el concepto, sino el diseño perverso y desincentivador de su aplicación. La contradicción hiriente, la que verdaderamente destroza el pacto social y la moral contributiva, surge al comparar la situación del autónomo ejemplar con la de un ciudadano que accede a la prestación sin historial de cotización: se ha constatado que un individuo que llega al país, se empadrona y cumple 12 meses de residencia, puede acceder al IMV y percibir una cantidad superior a la pensión que le espera a quien ha estado financiando la maquinaria del sistema con 300 euros durante 40 años. No hay retórica que pueda maquillar esta anomalía. No estamos hablando de racismo o xenofobia, sino de un quiebre flagrante de la equidad: ¿cómo es posible que el esfuerzo continuado de cuatro décadas valga lo mismo, o menos, que un trámite administrativo de un año? Esta es la razón tangible y poderosa, muy lejos de las "idioteces" y etiquetas descalificadoras que lanzan a diario los medios, por la que la derecha no cesa de ganar tracción en las encuestas a lo largo y ancho del continente europeo.

La actual configuración de las políticas sociales adolece de múltiples problemas estructurales, siendo el más hiriente la anulación de la distancia económica entre el contribuyente y el perceptor no contributivo. Simplemente, no es concebible en un sistema que aspire a la justicia que el IMV otorgue una renta superior a la pensión mínima obtenida por el régimen de autónomos. Esto se convierte en un argumento demoledor si consideramos el vasto número de autónomos que constituyen la base de nuestra economía y que, mayoritariamente, cotizan por lo mínimo, evidenciando una debilidad sistémica que pone en tela de juicio la supuesta "generosidad" del modelo. Además de esta injusticia contributiva, existe un problema de definición del público objetivo. Si España es, como se pregona, el país cuyo PIB "más crece" en la Unión Europea, que "crea más empleo que nunca" y donde los flujos migratorios se integran rápidamente en el mercado laboral, ¿quién debería ser el perceptor principal de una ayuda de emergencia como el IMV? La lógica indicaría un grupo muy reducido y específico: quizá las madres solteras sin una red de apoyo familiar que les permita conciliar la crianza con un empleo a tiempo completo, o personas que han sufrido quiebras vitales absolutamente fuera de la norma, como las adicciones o la exclusión social sobrevenida.

Sin embargo, al salirnos de estos nichos de extrema vulnerabilidad, el panorama se vuelve absurdo. No es un motivo de orgullo ni un logro social que, en un país en plena bonanza económica (según el relato oficial), se celebre con entusiasmo la cifra de casi 2,3 millones de personas cobrando el Ingreso Mínimo Vital. Esta "fiesta" gubernamental revela una disfunción profunda. O bien los datos macroeconómicos sobre el crecimiento y la creación de empleo son un espejismo fraudulento, o bien la arquitectura del IMV está deliberadamente mal diseñada. Esta última opción nos lleva al debate central y eterno en la filosofía política: el problema de los incentivos. Desde una postura puramente liberal se diría, sin tapujos, que "el que fracase, que asuma las consecuencias", siguiendo la lógica despiadada, pero la alternativa tampoco puede ser un sistema que desincentive activamente el trabajo y el esfuerzo, un sistema que le diga al ciudadano que 40 años de cotización valen lo mismo que un papel firmado en un ayuntamiento. El sistema debe ofrecer un colchón humano sin anular la necesidad intrínseca y moral del trabajo; de lo contrario, estamos condenados a una implosión social donde el esfuerzo contributivo ya no tiene valor.

El Peligro del Efecto Llamada: Un Debate que se Silencia Intencionadamente

La injusticia contributiva no es el único factor de colapso en este sistema, pues existe un debate complementario, tanto o más espinoso, que la clase política y mediática evita abordar con valentía: la existencia de un potencial efecto llamada provocado por el Ingreso Mínimo Vital. La prestación, por su propia naturaleza y por la generosidad relativa de su cuantía en comparación con las rentas de subsistencia en otras geografías, no puede ser analizada con una dimensión planetaria. Se trata de un IMV español en un país que, de forma constante y notoria, es receptor de intensas olas migratorias. Resulta, por lo tanto, una pregunta de simple sentido común determinar si un salario vitalicio potencial, que arranca en una base de 840 euros, no ejerce un poder de atracción indudable. A cualquiera que le ofrezcan la posibilidad de establecerse en España, empadronarse con relativa facilidad en cualquier municipio en un plazo de 12 meses y acceder a un ingreso garantizado de esa magnitud, una cantidad que supera con creces el sueldo medio o la expectativa vital de gran parte del mundo, resultará tentador. Pues resulta más que razonable asumir que este potente incentivo económico puede y debe generar un flujo migratorio con un componente asistencialista, agravando la presión sobre unas arcas públicas ya tensionadas por la pensión miserable del autónomo.

La Conclusión Inverosímil: ¿Quién es Realmente el Pobre en España?

Al aceptar sin crítica la premisa que el Ministerio intenta imponer –que el Ingreso Mínimo Vital es una prestación mayoritariamente destinada a "españoles" en el sentido tradicional del término, es decir, no a aquellos que adquirieron la nacionalidad ayer–, llegamos a una conclusión que es, en su esencia, una fantasía sociológica y un insulto a la inteligencia colectiva. Si el 82,3% de los perceptores fueran españoles de origen, deberíamos aceptar un escenario absolutamente inverosímil: que en la pirámide de renta de la sociedad española, los más pobres de los más pobres son, precisamente, los españoles. Estaríamos obligados a suponer que, por debajo de colectivos de inmigrantes que llegan con escasos recursos o en pateras, como el millón de marroquíes que reside en el país, o los ciudadanos de otras geografías que acceden a España en las condiciones precarias que todos conocemos, se encuentran los españoles de toda la vida.

¿Acaso alguien puede creer honestamente que en las grandes comunidades autónomas, como el País Vasco o Cataluña, el ciudadano autóctono es sistemáticamente más pobre, tiene menos renta y está en mayor situación de miseria que los inmigrantes que han llegado en la última década? ¿Alguien se traga que el segmento de población con menor capacidad económica en España está compuesto por un millón de españoles que han caído por debajo de aquellos que arriban sin capital ni red social previa? Asumir la pureza de los datos oficiales sobre la nacionalidad y el IMV no solo es ingenuo, sino que fuerza a una conclusión delirante: que el sistema está diseñado para rescatar a una población "española" supuestamente más empobrecida que las olas migratorias recientes. Esto no es creíble. Es la señal definitiva de que el sistema de subsidios está mal enfocado, mal fiscalizado y se utiliza para maquillar una realidad mucho más compleja sobre quién se beneficia realmente de la generosidad –o, más bien, de la laxitud– de las arcas públicas. La estafa al contribuyente, al autónomo que ha cotizado 40 años por 800 euros, se consuma en esta negación de la realidad.










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